Ya
les había advertido que en pocos días dejaríamos de verlos y así ha sido: desaparecieron sin dejar rastro. Hace
apenas una semana se arrojaron a la calle para mostrarse a los ciudadanos junto
a sus respectivos puestos y tenderetes, apoyando cada cual a sus candidaturas de
las pasadas elecciones, y esa es una de
las pocas ocasiones que se dan para poder verlos en vivo -y, si uno es un poco
atrevido, tocarlos e intercambiar unas palabras- aprovechando su ofrecimiento y
el sacrificio que para ellos debe suponer ponerse al mismo nivel de los
vecinos. Se ofrecían solícitos y amables a cuantos se acercaban movidos por el
valor o la curiosidad, y atendían con bastante cordialidad y buenas dosis de
paciencia los saludos y acometidas de los vecinos, ya fuera para recibir apoyo
y reconocimiento por las duras jornadas que soportaban, ya para encajar como
podían las acometidas de los descontentos y las numerosas peticiones que se les
iban haciendo y que disimulaban apuntar como asuntos que gozarían de interés
preferente. En cualquier caso, siempre estaban prestos a regalar besos,
apretones de manos o palmaditas en la espalda -según fuera el caso- como muestra
de agradecimiento o sello de compromiso tan fútil como efímero. Porque todos
sabemos que tanto las rogativas como las promesas se dejan en el aire y quedan
inmediatamente expuestas a que se las lleve el viento, sobre todo en una calle
tan ventilada como es ésta.
Parecían,
en fin, seres normales como nosotros, es decir, personas de carne y hueso que
también respiran, hablan, caminan y recorren los espacios públicos. Pero yo ya
sabía por experiencias anteriores que esa percepción solo era una ilusión
pasajera. Tan pasajera y fugaz como lo ha sido esta campaña electoral reducida
a mínimos: el día después del 10N ya no estaban. Nada quedaba de los panfletos
y baratijas que regalaban, ni de las carpas y banderas, ni de sus colores
identificativos. Ni siquiera un atisbo de su sombra. En la noche del sábado, la
respetuosa jornada de reflexión, la lluvia y en viento -y quién sabe si también
los hados- dejaban una imagen que era todo un vaticinio: la lluvia había
desprendido uno de los carteles del partido naranja y lo había depositado en el
suelo donde permanecía arrugado y olvidado sin ningún tipo de prestancia.
Pero
el mismo lunes y los días siguientes, la Gran Vía lucía su aspecto normal. Si
cabe un poco más despoblada a causa de la resaca, pero sin jirones de carteles
en el pavimento y sin poder apreciar ningún asentamiento intruso que no fueran
los montones de mesas y sillas acopiadas en las terrazas –claramente prohibidos por la ordenanza- y sus
toldos, unos extendidos otros recogidos, la mayoría de los cuales incumplen igualmente las condiciones
permitidas.
Lo
que resulta más extraño de todo esto es la fantástica manera que tienen de
esfumarse porque, la verdad sea dicha, no queda el más mínimo vestigio de
ellos. Sé que bajo esa céntrica calle peatonal hay un pasadizo subterráneo a
dos niveles. El superior conecta la calle Santa Bárbara con la avenida de los
Reyes Católicos, uniendo la Plaza de Colón con los Jardinillos para el tráfico
rodado. El que discurre por debajo de éste sigue el sentido contrario y sirve
exclusivamente como circuito de salida del aparcamiento público situado en las
entrañas de nuestra ciudad. Pero lo que ignoro es si entre el suelo que pisamos
y esas comunicaciones de la profundidades telúricas existe una capa de espesor
indefinido llena de vasos comunicantes, parecido al sistema circulatorio de los
seres vivos, que facilite el traslado de los ediles y concejales en una especie
de ósmosis inversa haciendo que, después de succionarlos a través del empedrado
donde se ubican los puestos callejeros, los conduzca silenciosamente hasta la
Casa Consistorial o donde quieran que estén sus despachos.
Sea
como fuere, por este sistema o por otro, ellos ya se encuentran en su lugar
habitual de residencia, que es el despacho. Así que, después de esas duras
jornadas expuestos al contacto vecinal, ya se han vuelto a parapetar tras su
mesa y a quedar protegidos tras una sucesión de barreras y cortinajes que convierte
en misión imposible el propósito de acercarse a ellos.
Para
evitar que se note mucho esa descarada aversión que nuestros representantes
políticos tienen al contacto humano con la gente llana, el nuevo y flamante regidor,
José Luis Álvarez Ustarroz, ha puesto en marcha una iniciativa llamada “Tómate un café con tu alcalde” que
consiste en facilitar una entrevista a quien esté interesado en departir con él,
mediante una solicitud a través de la web municipal. Según han explicado a los
medios locales desde el Ayuntamiento, el propósito de la propuesta es el de
consolidar la política de cercanía del primer edil respecto a sus ciudadanos. Álvarez
Ustarroz ha afirmado que con estas reuniones “quiero priorizar la atención a los majariegos y las respuestas a sus
preocupaciones y sugerencias. Si bien yo recibo siempre a quien me lo solicita,
quiero que los vecinos sepan que mi despacho siempre está abierto y que mi
primera obligación es escucharles y atenderles. Espero que muchos se animen a
trasladarme sus preocupaciones que, sin duda, son esenciales para seguir
mejorando Majadahonda”.
A
mí particularmente me parece una buena idea que, sin embargo, ni es novedosa ni
suficiente. Digo que no es novedosa porque algo similar perpetró su colega
precedente con aquellas más bien escasas reuniones que llegó a mantener con los vecinos de diferentes barrios o urbanizaciones
(así reducía el número de encuentros y con ello el riesgo de exposición) y que
sirvieron de muy poco para las pretensiones ciudadanas. Y más reciente aún es
que en un pueblo de nuestra Comunidad no muy lejano en el mapa esa misma iniciativa y con un título similar lleva funcionando desde principios de año. O sea, que de original no tiene
nada.
Y
cuando apunto que no es suficiente me refiero a que no basta con mantener
reuniones o tomar un café mientras escucha quejas y propuestas, sino que lo
importante es ponerse manos a la obra. Porque si no, estamos en lo de siempre.
No obstante, habrá que dar un voto de confianza y un poco de tiempo para que
nuestro Alcalde demuestre que su método y disposición son diferentes y que no
están abocado a ser tan inútiles e inefectivos como han sido hasta ahora. Para
ello le quedan tres años de legislatura e -imagino- una apretada agenda de
peticiones. Y mucho me temo que si esa iniciativa tiene éxito y se prolonga en
el tiempo, tanto café le va a provocar a nuestro máximo mandatario una peligrosa subida de tensión.
En
mi opinión, hay un método mucho más sencillo y saludable de conocer (si es que todavía no se saben, que ya va siendo hora) los problemas que achacan a nuestra ciudad
y las cosas que molestan, inquietan o anhelan sus habitantes, que no es otro
que patear las calles y escuchar las voces en directo y en su entorno natural.
Todos sabemos que en el frío ámbito de los despachos, las ideas y las palabras
quedan amortiguadas y cohibidas por la severidad de un ambiente distante y
solemne. El verdadero pulso de la ciudad se respira en la calle y la forma de
conocerlo es salir a su encuentro. Pero, desgraciadamente, ese simple y
asequible método parece que nadie se decide a ponerlo en práctica.
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